Los Intercesores

AUDIENCIA GENERAL del Papa Francisco, Miércoles, 16 de diciembre de 2020

Catequesis 19. La oración de intercesión


Quien reza no deja nunca el mundo a sus espaldas. Si la oración no recoge las alegrías y los
dolores, las esperanzas y las angustias de la humanidad, se convierte en una actividad
“decorativa”, una actitud superficial, de teatro, una actitud intimista. Todos necesitamos
interioridad: retirarnos en un espacio y en un tiempo dedicado a nuestra relación con Dios.
Pero esto no quiere decir evadirse de la realidad. En la oración, Dios “nos toma, nos bendice, y
después nos parte y nos da”, para el hambre de todos. Todo cristiano está llamado a
convertirse, en las manos de Dios, en pan partido y compartido. Es decir una oración concreta,
que no sea una evasión.
Así los hombres y las mujeres de oración buscan la soledad y el silencio, no para no ser
molestados, sino para escuchar mejor la voz de Dios. A veces se retiran del mundo, en lo
secreto de la propia habitación, como recomendaba Jesús (cfr. Mt 6,6), pero, allá donde estén,
tienen siempre abierta la puerta de su corazón: una puerta abierta para los que rezan sin saber
que rezan; para los que no rezan en absoluto pero llevan dentro un grito sofocado, una
invocación escondida; para los que se han equivocado y han perdido el camino… Cualquiera
puede llamar a la puerta de un orante y encontrar en él o en ella un corazón compasivo, que
reza sin excluir a nadie. La oración es nuestro corazón y nuestra voz, y se hace corazón y voz de
tanta gente que no sabe rezar o no reza, o no quiere rezar o no puede rezar: nosotros somos el
corazón y la voz de esta gente que sube a Jesús, sube al Padre, como intercesores. En la
soledad quien reza —ya sea la soledad de mucho tiempo o la soledad de media hora para
rezar— se separa de todo y de todos para encontrar todo y a todos en Dios. Así el orante reza
por el mundo entero, llevando sobre sus hombros dolores y pecados. Reza por todos y por
cada uno: es como si fuera una “antena” de Dios en este mundo. En cada pobre que llama a la
puerta, en cada persona que ha perdido el sentido de las cosas, quien reza ve el rostro de
Cristo.
El Catecismo escribe: «Interceder, pedir en favor de otro es […] lo propio de un corazón
conforme a la misericordia de Dios» (n. 2635). Esto es muy bonito. Cuando rezamos estamos
en sintonía con la misericordia de Dios: misericordia en relación con nuestros pecados —que
es misericordioso con nosotros—, pero también misericordia hacia todos aquellos que han
pedido rezar por ellos, por los cuales queremos rezar en sintonía con el corazón de Dios. Esta
es la verdadera oración. En sintonía con la misericordia de Dios, ese corazón misericordioso.
«En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de
la comunión de los santos» (ibid.). ¿Qué quiere decir que se participa en la intercesión de
Cristo, cuando yo intercedo por alguien o rezo por alguien? Porque Cristo delante del Padre es
intercesor, reza por nosotros, y reza haciendo ver al Padre las llagas de sus manos; porque
Jesús físicamente, con su cuerpo está delante del Padre. Jesús es nuestro intercesor, y rezar es
un poco hacer como Jesús; interceder en Jesús al Padre, por los otros. Esto es muy bonito.
A la oración le importa el hombre. Simplemente el hombre. Quien no ama al hermano no reza
seriamente. Se puede decir: en espíritu de odio no se puede rezar; en espíritu de indiferencia
no se puede rezar. La oración solamente se da en espíritu de amor. Quien no ama finge rezar,
o él cree que reza, pero no reza, porque falta precisamente el espíritu que es el amor. En la
Iglesia, quien conoce la tristeza o la alegría del otro va más en profundidad de quien indaga los
“sistemas máximos”. Por este motivo hay una experiencia del humano en cada oración,
porque las personas, aunque puedan cometer errores, no deben ser nunca rechazadas o
descartadas.
Cuando un creyente, movido por el Espíritu Santo, reza por los pecadores, no hace selecciones,
no emite juicios de condena: reza por todos. Y reza también por sí mismo. En ese momento
sabe que no es demasiado diferente de las personas por las que reza: se siente pecador, entre
los pecadores, y reza por todos. La lección de la parábola del fariseo y del publicano es siempre
viva y actual (cfr. Lc 18,9-14): nosotros no somos mejores que nadie, todos somos hermanos
en una comunidad de fragilidad, de sufrimientos y en el ser pecadores. Por eso una oración
que podemos dirigir a Dios es esta: “Señor, no es justo ante ti ningún viviente (cfr. Sal 143,2) —
esto lo dice un salmo: ‘Señor, no es justo ante ti ningún viviente’, ninguno de nosotros: todos
somos pecadores—, todos somos deudores que tienen una cuenta pendiente; no hay ninguno
que sea impecable a tus ojos. ¡Señor ten piedad de nosotros!”. Y con este espíritu la oración es
fecunda, porque vamos con humildad delante de Dios a rezar por todos. Sin embargo, el
fariseo rezaba de forma soberbia: “Te doy gracias, Señor, porque yo no soy como esos
pecadores; yo soy justo, hago siempre…”. Esta no es la oración: esto es mirarse al espejo, a la
realidad propia, mirarse al espejo maquillado de la soberbia.
El mundo va adelante gracias a esta cadena de orantes que interceden, y que son en su
mayoría desconocidos… ¡pero no para Dios! Hay muchos cristianos desconocidos que, en
tiempo de persecución, han sabido repetir las palabras de nuestro Señor: «Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
El buen pastor permanece fiel también delante de la constatación del pecado de la propia
gente: el buen pastor continúa siendo padre también cuando sus hijos se alejan y lo
abandonan. Persevera en el servicio de pastor también en relación con quien lo lleva a
ensuciarse las manos; no cierra el corazón delante de quien quizá lo ha hecho sufrir.
La Iglesia, en todos sus miembros, tiene la misión de practicar la oración de intercesión,
intercede por los otros. En particular tiene el deber quien está en un rol de responsabilidad:
padres, educadores, ministros ordenados, superiores de comunidad… Como Abraham y
Moisés, a veces deben “defender” delante de Dios a las personas encomendadas a ellos. En
realidad, se trata de mirar con los ojos y el corazón de Dios, con su misma invencible
compasión y ternura. Rezar con ternura por los otros.
Hermanos y hermanas, todos somos hojas del mismo árbol: cada desprendimiento nos
recuerda la gran piedad que debemos nutrir, en la oración, los unos por los otros. Recemos los
unos por los otros: nos hará bien a nosotros y hará bien a todos. ¡Gracias!